Diálogo intercultural, diversidad y no discriminación

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Por Pedro Mouratian *


La vinculación entre diferentes culturas ha existido a lo largo de muchos siglos. De hecho, la historia de la humanidad es el resultado de la historia de sus relaciones interculturales. En muchas ocasiones, esa historia ha sido silenciada y en otras, ha cobrado mayor visibilidad evidenciando que la diversidad ha logrado sobrevivir a pesar de los numerosos intentos por construir sociedades homogéneas funcionales a las estructuras de poder históricamente establecidas.

La cultura, como concepto y como práctica, se va conformando a través de la relación entre distintas comunidades que aportan diferentes modos de vivir, sentir y actuar a un proyecto común sin que esto suponga la fusión de esas diferencias ni su superposición. El mimetismo importa la represión de las diferencias y no su respeto y valoración.

En la actualidad, el fenómeno de las migraciones y los procesos de globalización han perfilado una comunidad global cada vez más interconectada e intervinculada. Las TICs, la facilidad de las comunicaciones y el acceso a la información han puesto de manifiesto la necesidad de propender a implementar procesos de diálogo intercultural tendientes a garantizar el pleno ejercicio de los derechos y libertades de todas las personas independientemente del colectivo cultural que representen, sin por ello caer en una concepción meramente técnica de intercambio de datos e información sino, por el contrario, deben fomentarse instancias de intercambio comunicacional concientes y enriquecedores.

Esta tendencia creciente hacia la interconexión se ha interpretado de diferentes formas y bajo distintas perspectivas conforme los intereses económicos, sociales y políticos. En lo que respecta a la República Argentina, en los últimos años, la sociedad civil, representante de diferentes colectivos invisibilizados, ha iniciado un proceso de lucha por su reconocimiento social y el Estado nacional ha acompañado ese proceso reivindicatorio y de ampliación de derechos a través de la sanción de más de un centenar de leyes, decretos y resoluciones y de la formulación y puesta en marcha de numerosas políticas públicas tendientes a garantizar los derechos de colectivos históricamente invisibilizados.

Como consecuencia de este proceso, la diversidad comenzó a ser tenida en cuenta y a ser valorada como un elemento de encuentro fundamental en la composición del tejido social argentino, en contraposición a las tendencias homogeneizadoras y antidemocráticas de uniformidad de culturas.

El diálogo respetuoso que supone el concepto “interculturalidad” sienta sus bases en el descarte de la teoría racista que propugna la existencia de unos “grupos culturales” superiores a otros. La relación entre sociedades y colectividades es entonces planteada desde la horizontalidad, de manera justa, equitativa e igualitaria.

La discriminación por motivos de nacionalidad o pertenencia cultural a uno u otro colectivo, constituye la reproducción de la teoría de la superioridad de un grupo sobre otros y pone en jaque el concepto de interculturalidad que presupone una igualdad real y efectiva entre las personas. Como toda discriminación, constituye un acto de violencia, basado en un prejuicio infundado que tiende a encasillar a las personas que comparten ciertas características en una determinada categoría social, cargada, por supuesto, de una valoración negativa.

Esta actitud implica la negación de derechos y oportunidades a los grupos objeto de la discriminación y encuentra sustento en una sensación de superioridad y autoafirmación de la cultura dominante sobre las demás culturas que conviven con ella. La consecuencia de estos comportamientos discriminatorios derivan en la exclusión del sistema del/la otro/a argumentando algún grado de perversidad en él o ella.

Es dable destacar que, en algunos casos y momentos históricos, los Estados acompañan esos esquemas discriminatorios con sus legislaciones multiplicando los efectos que la estigmatización genera e una sociedad. En el caso argentino, la vigencia de leyes restrictivas y estigmatizantes ha provocado que, durante muchos años, la diversidad fuera considerada como una amenaza a la seguridad nacional y el orden público y prevalecieran numerosas prácticas de exclusión social.

En la actualidad el rol del Estado argentino en estos temas se construye sobre una concepción realista de la diversidad basada en el reconocimiento de la existencia de las diferencias y en la garantía irrestricta de los derechos humanos de todas las personas en igualdad de condiciones. Asimismo se procura deconstruir el viejo paradigma de la preponderancia de unos sobre otros construido sobre una estructura falaz del concepto de “raza” que operaba como legitimante de la discriminación para establecer falsas jerarquías “naturales” o clasificaciones entre los individuos o diferentes poblaciones. En este sentido, tampoco se abona la teoría de una fusión entre personas que coexisten en un mismo territorio pero que tienen características diferentes bajo la pretérita necesidad de homogeneizar el tejido social de la comunidad.

Resulta frecuente encontrarse con la idea de Argentina “Crisol de Razas”. Este concepto surgió, de la mano del sociólogo Gino Germani, hacia fines de la década del 50, en plena época de renovación de las ciencias sociales. La idea de “crisol” procuraba cristalizar la repercusión de la gran ola inmigratoria a nivel social, económico y político en el proceso de constitución del Estado – nación argentino a principios del siglo XX. En esos momentos, el proceso migratorio por el que el país atravesaba implicaba un fuerte impacto de la población migrante sobre la población local, motivo por el cual, Germani no planteó las relaciones sociales en términos de “asimilación” o “absorción”, y en su lugar eligió la metáfora de “crisol” que evoca la idea de fusión entre elementos.

Para ese autor, los inmigrantes debían cumplir un papel decisivo para la argentina, el de “modernización y desarrollo”, en tanto daban lugar al surgimiento de una nueva población nacional, producto de esta fusión (migrantes-nativos). Como toda teoría, la teoría del crisol de razas surge en un contexto histórico determinado, en este caso el de consolidación del sistema capitalista y afirmación de los Estados-Nación. La idea de fusión armónica entre inmigrantes y nativos era entonces acorde con el modelo de desarrollo equilibrado, donde los flujos de personas eran también armónicos y seguían la lógica de complementariedad de oferta-demanda autorregulada del mercado.

La teoría del crisol de razas forma parte del debate historiográfico local que se contrapone a la teoría del Pluralismo Cultural, una mirada crítica histórico-cultural y particularista en cuanto a los grupos migratorios que cobró centralidad con las crisis de los paradigmas universalistas. En este sentido, mientras que la teoría del Crisol de Razas se trató de una aproximación que hablaba de manera global e indiferenciada de “inmigrantes”, estudios posteriores sobre migraciones en Argentina refutaron la idea de “fusión ideal” ya que, en los hechos, lejos de ello, se relevaron distintos patrones de integración según la pertenencia, dando lugar a altos niveles de segregación y endogamia.

El concepto de interculturalidad recoge el componente histórico innegable de la vinculación entre los pueblos y trae implícito el modo en que ese contacto debe producirse, tomando como base el diálogo respetuoso entre personas, iguales en dignidad y derechos y al mismo tiempo, diferentes.

La interculturalidad implica tomar conciencia de los demás y de sus necesidades, no solo aceptándolos sino, disponiéndonos a conocerlos, a respetarlos y a aprender de ellos, entendiendo la riqueza que aporta la diversidad cultural al tejido social. Nada tiene que ver con el concepto de tolerancia, que trae implícito el reconocimiento de características negativas en el otro que se “soportan” o “aguantan” por el simple hecho de que no queda otra alternativa.

El diálogo intercultural se propone un relacionamiento con los demás desde otra perspectiva, desde la entrega y desde la valoración de las personas como sujetos de derechos, como seres íntegros e iguales. De este modo, se tiene en cuenta la opinión del otro, su historia y su identidad personal prescindiendo de los prejuicios y estereotipos que supone la reducción de la persona a su pertenencia a una u otra cultura.

Se trata pues, de abogar no por un modo de entender la diversidad sino del reconocimiento de la existencia de esta última y, ante ese reconocimiento, proponer instancias de diálogo y enriquecimiento entre personas iguales y no procesos de negociación entre los grupos. Cuando la cuestión se centra en el mero reconocimiento de otras identidades ajenas a la propia, suele caerse en construcciones estereotipantes y fantásticas respecto del otro en la medida en que implican abstracciones colectivas de los demás.

Resulta importante entonces detenerse a repensar las profundas limitaciones que existen en entender la diversidad como un proceso de alteridad. El reconocimiento de la existencia de las diferencias es una instancia que ya ha sido superada históricamente y, resta, por tanto, instalar en nuestras sociedades el concepto real y tangible de la riqueza de las diferencias en la conformación de comunidades con mayores estándares de ciudadanía. No se trata únicamente de preservar y proteger las identidades culturales, sino de vincularlas con la vida social y comunitaria.

 

*Director Área Diversidad CEG La Plata